Adopción postmorten de un niño migrante.

Una experiencia que arroja  luz  sobre la importancia de los rituales post-mortem y las decisiones acerca del cuerpo del fallecido, y sobre  nuestras posibilidades de trascender el dolor o de solidaridad en el dolor….

| Dic 5, 2018

Cada mañana a eso de las ocho Rosario entra en el cementerio de Barbate para hablar con Samuel. Le susurra cosas de niños, le arregla la cara, le limpia el polvo. Samuel no puede responderle: está muerto. La foto de su carita parece flotar sobre otra imagen que abarca toda la lápida con una ola espumosa que ha roto en la orilla y contrasta con la de Samuel, abrigado con una bufanda que tiene toda la pinta de remetida tras el cuello del anorak mil veces. Samuel nació en el Congo y viajaba junto a su madre en una patera que naufragó cerca del cabo de Trafalgar el 14 de enero de 2017. En el naufragio perdió la mano de su madre y las corrientes lo dejaron en una de esas playas gaditanas donde los atardeceres provocan aplausos entre los turistas. Las corrientes, caprichosas y crueles, lo separaron de su madre en esos últimos instantes en los que Samuel tragaba agua en un torbellino de sal y espuma y su reloj se paró para siempre.

Rosario no conoció en vida a Samuel. Tampoco lo vio cadáver. Sólo sintió que el alma se le disolvía cuando le dijeron que en la playa de Zahora, a poca distancia de su casa, el cuerpo de un niño de cinco años yacía ahogado, bocabajo, muerto. ¿Quién sería ese niño? ¡Sabe Dios! ‘El día que me enteré me pregunté: a ver quiénes son los padres, qué hacía ese niño ahí solo, quién podría ayudarlo’. Pero no podía ayudarlo nadie. Estaba muerto. Ahogado. Su madre no sufrió porque también estaba muerta. ‘Está enterrada en Argelia’, dice pensativa Rosario, ‘y el chiquillo aquí, si hubieran caído los dos juntos estarían enterrados los dos, aunque fuera uno arriba y otro abajo’.

Rosario no sabe que venían juntos, que el azar los separó en el momento más crítico de unas vidas llenas de momentos críticos. Pero comprendió que aun podía ayudar a ese niño del que hablaba todo el pueblo. Un pueblo acostumbrado a dramas marinos: inmigrantes que se ahogan, marineros que se ahogan, submarinistas que se ahogan, veraneantes que se ahogan. ‘Lo hice porque me salió de adentro, me pareció que podía ser un hijo mío el día de mañana…’.

Rosario apenas cobra seiscientos euros de pensión, ‘ya sabe usted que las viudas no cobramos mucho’, me dice sin darle importancia al dato, pero no importó para que le echara una mano. Siquiera post mortem. Porque la tumba cuesta dinero: algo más de mil euros. ‘La lápida la puso el ayuntamiento’, quiere dejarme claro que lo que es, es, y que ella compró el nicho. ‘Yo le puse la casa y el ayuntamiento el portón’, reímos los dos la ocurrencia mientras entorna los ojos y recuerda cuánto le costó reunir esos mil y pico euros. ‘Empecé a quitarme cosillas’, me cuenta, ‘primero los yogurts del postre, luego ropita por aquí, cositas por allá…’. Y así hasta pagar el nicho de Samuel, el niño que nunca conoció pero al que cuida a diario.

‘Hay quien adopta niños vivos: yo lo he adoptado muerto’, bromea sin sonrisa alguna mientras sostiene una bayeta naranja y menea la cabeza: ‘sí, yo cuido a un niño muerto’. Rosario, le digo asombrado, ¿cómo se le ocurrió hacer esto de comprar a plazos un nicho para un niño inmigrante ahogado que nunca conoció? Y Rosario me mira perpleja, como si le preguntara un disparate. ‘Lo mismo da’, cuenta, ‘si hay que quitarse de comer se quita, a esas personas les hace falta’. Rosario no entiende que me llame la atención su hijo adoptivo. Le parece lo normal. No hay ni una cruz en la tumba, le digo mientras rebusco en sus intenciones. ‘Será de otra raza’, me dice, ‘porque el padre no le ha puesto ni un Cristo’, para luego lanzarme una mirada bondadosa: ‘qué más da’, menea la cabeza, ‘somos todos seres humanos’. El pasado día de difuntos Rosario regaba las flores del nicho cuando conoció el padre de Samuel. ‘Hablaba raro, no entendía nada’, cuenta, ‘pero no importa porque me dio un abrazo y yo supe que me daba las gracias’. El padre de Samuel puede estar tranquilo. Su hijo está en buenas manos.

‘Querían ponerlo arriba’, me dice Rosario señalando con la barbilla los nichos superiores, ‘pero a ver cómo llego yo hasta allí’, dice con cierta angustia. Arriba yacen para siempre los otros ahogados. Los Otros. Los que llegaron antes que Samuel pero nadie supo sus nombres. Para siempre serán un número que se corresponde con un nombre al otro lado del estrecho del que nadie sabe nada. Alineados en la última fila las fechas describen un drama de años. De décadas. ‘Deconocio’, ha escrito alguien sobre la cal del nicho en un error que no importa al de dentro y que lo acompañará para toda una eternidad. ‘Tiene guasa’, me dice Rosario, ‘cuánta gente hay bajo ese estrecho…’. Pero no todos han tenido la suerte de que una persona les adopte, le digo. ‘Ajolá pudiera yo ayudar a quitar la miseria que hay‘, murmulla mirando la foto de Samuel, ‘si hubiera podido hacer más, más habría hecho, incluso darle mi vida’.

Rosario no sabe muy bien qué decirme. Ni siquiera entiende que un periodista se interese por esta historia. ¡Es lo que hay que hacer! A decir verdad, el recorrido de Rosario es más amplio. Catorce años atrás perdió a un hijo de un infarto y desde entonces viene a diario. ‘Antes lo venía a ver a él y ahora se le ha añadido Samuel’. La familia crece.

A lo lejos sobrevuela un helicóptero porque una patera zozobró frente a la playa de los Caños y hay casi veinte desaparecidos. Germán, el cuidador del cementerio, arruga los ojos mientras mira al fondo del camposanto. ‘A ver dónde los metemos, porque esos vienen aquí’, comenta preocupado. Tan sólo una lápida conmemora a los desaparecidos en general. A los deconocios. Flores de plástico descoloridas por el sol recuerdan que ahí yace un ser humano cuyo nombre se perdió en la memoria. Nadie les habla ni les renueva las flores porque no tienen nombre ni origen ni ganas. A Samuel sí. Rosario entra cada mañana en el cementerio de Barbate a eso de las ocho y vuelve después de comer, pasadas las tres. ‘Mientras me sostengan las piernas seguiré viniendo’, me dice. Mientras sus piernas resistan Samuel tendrá flores frescas, una casa con portón, susurros. Aunque para ello Rosario olvide el sabor de los yogurts…

Fuente: http://www.losmundosdehachero.com/la-tumba-de-samuel/