Mi historia. Pérdida temprana-manejo expectante

El aborto fue el viernes 24 (junio 2011). Justo una semana después de la eco de las 12 semanas. El viernes 17 fuimos a hacernos la eco del primer trimestre y nos dijeron que nuestro bebé llevaba muerto 3 semanas. No me lo podía creer. Yo que en este embarazo estaba tranquila, confiada. Nos hicieron esperar más de una hora antes de hacerla durante la cual estuve tranquila charlando con Fer. Nos mandaron pasar y mientras me tumbaba en la camilla por un momento pensé ¿y si me dicen que algo no va bien? Y automáticamente rechacé ese pensamiento. -“No Marta, confía. Seguro que todo está bien”- me dije. Y llegó la ginecóloga. Mientras miraba le pregunté a Fernando si veía a nuestro bebé. Me sonreía y me decía que sí. Y yo miraba la cara de la gine mientras manejaba el ecógrafo y esperaba a que nos dijera algo. No le pregunté nada porque recuerdo que en la primera eco del embarazo de Martina pregunté y me riñeron diciendo que no interrumpiera mientras miraban y medían. Por eso simplemente miraba la cara de la gine mientras hacía su trabajo esperando que nos dijera. Era una chica joven, rubia, con gafas. En un momento me pareció que ponía mala cara y pensé “no la conoces, no sabes cómo son sus malas caras” y seguí esperando. Y entonces se giró hacia nosotros y nos dijo que lo sentía mucho pero que no tenía buenas noticias, que el bebé no tenía latido. Que el embarazo se había interrumpido en la semana 9. Que aparentemente todo estaba normal, no había ningún motivo aparente que lo justificara, ninguna malformación, sólo que éstas cosas a veces pasan. Me mandó a urgencias. Debía ingresar inmediatamente para provocar que el feto saliera o bien con medicación o si no hacía efecto mediante un legrado. Si esperaba más podía tener una infección, me dijo. Y se marchó. Allí nos dejó. En aquel cuarto a oscuras. Mirándonos en silencio sin poder creer lo que nos acaban de decir, con lágrimas en los ojos. Intentando asimilar que ese bebé nuestro no nacería vivo. Nos abrazamos. Mientras me vestía la enfermera entró a pedirnos que nos diéramos prisa que tenían mucha gente esperando. Salimos a la sala de espera donde la mayoría de familias celebra haber visto a su nuevo miembro. Allí estábamos nosotros esperando de pié en el pasillo nuestro informe con el corazón roto intentando contener las lágrimas para no llamar la atención de la gente. Nos dieron solo el informe. Las imágenes de la ecografía, que la ginecóloga tenía en la mano, no nos las dieron como se hace normalmente, porque estaba muerto.

Según salimos de la consulta de la ecografía llamé a Luis (Mediavilla, mi amigo y matron de parto en casa) para contarle y ver si me podía orientar un poco. A parte del estado de shock no tenía ni idea de abortos. No sabía qué hacer. Me contó que a su mujer y a él les pasó lo mismo en su tercer embarazo y que hicieron un manejo expectante y lo tuvieron en casa. También llamé a mi amiga Toya que me contó un poco más y me dijo que porqué no llamaba a la consulta de Charo Quintana (ginecóloga), que seguro que ella me podía orientar. Llamé pero Charo estaba en quirófano y hasta el miércoles (era viernes) no pasaba consulta. Quedé en que el miércoles pasaría. De todas formas fui a urgencias a hablar con un ginecólogo que me diera más información para saber e intentar poder decidir mejor. La verdad es que nos atendieron sin esperar. Fue un hombre amable, que nos vio rotos, se hizo cargo de la situación, nos entendió y respetó y nos dijo que si yo quería esperar a que mi cuerpo lo expulsara no había ningún riesgo. También me habló de las otras opciones. Inducirlo mediante medicación y si no funciona finalmente hacer un legrado. Dijo que hay mujeres que tras enterarse que su bebé está muerto quieren que se lo saquen inmediatamente y nos dio la opción. Incluso nos dijo que si queríamos pasar el fin de semana tranquilos podíamos  volver el lunes. Yo le dije que en principio quería pensarme qué quería hacer, que necesitaba tiempo para pensar y procesar lo que estaba ocurriendo, que creía que quería esperar. Nos fuimos a casa. Llorando. Descorazonados. Después del aturdimiento inicial y de todo esto buscamos más información y decidimos hacer un manejo expectante e intentar que el aborto fuera en casa, igual que nuestra hija mayor nació en casa.

  Al principio se me hacía raro tener a mi bebé muerto en la tripa. Empecé a ponerme ropa muy holgada para disimular la tripa que ya se notaba. No podría soportar que alguien me preguntara otra vez si estaba embarazada. Los primeros días esperaba impaciente empezar a manchar. Después empecé a pensar que si mi cuerpo no lo expulsaba sería por algo. Incluso se lo dije a mi marido, que pensaba que nuestro bebé no saldría hasta que mi cuerpo y yo aceptáramos que no iba a nacer vivo, que no íbamos a tener ese hijo que tanto queríamos, que de momento sólo íbamos a ser 4 en nuestro alma…

Después de esos primeros días de shock e impaciencia cambié el chip. Decidí que iba a esperar a que el bebé y yo estuviéramos preparados. Una espera serena como cuando esperé el parto de Martina, mi hija mayor. No sin cierta impaciencia, claro, sobre todo por el desconocimiento, la poca información sobre el manejo expectante, por la incertidumbre y por el miedo a la hemorragia. Pero en definitiva,  como un parto, no sabía ni cuándo ni cómo iba a ser.

  Igual que preparas un parto normal, empecé a preparar el parto de mi bebito. Cuando nos hicieron la eco le pregunté a la gine si sabía si era niño o niña. Me dijo que no se podía ver. Me hubiera gustado saberlo para elegirle un nombre para dirigirme a él/ella y hablar de él/ella. Pensé que también podía ponerle un nombre neutro, pero en todo este tiempo no he sido capaz de encontrar uno que me pareciera adecuado así que se ha quedado con mi bebé.

  Pues eso, que empecé a preparar «el parto». Compré compresas de maternidad para empapar la hemorragia, una palangana para recoger los restos, busqué las empapaderas que me quedaban de los masajes que le daba a Martina, busqué toda la información que pude. También pensé en cómo despedirme/nos del bebé. En qué hacer con él después.

  Cuando el año pasado murió mi hermana, una de las cosas que más me ha hecho y sigue haciéndome sufrir fué que no me atreví a verla muerta. Cuando la desconectaron yo estaba en la habitación del hotel con Martina y Emilia, su hija prematura recién nacida, a la que amamanté esos primeros días. Tenía que estar allí, cuidándolas, sobre todo a Martina que estaba tan desubicada con el jet lag tras el largo viaje a México donde vivía y murió mi hermana. Pero cuando finalmente murió y vino mi madre a decírmelo y a preguntarme si quería ir a verla, que ya se quedaba ella con las niñas, le dije que no. No me atrevía a verla muerta por miedo a que esa imagen me atormentara el resto de mi vida. No quería recordar a mi hermana, la vitalidad y la energía en persona, muerta, tumbada en una cama con su maltrecho cuerpo lleno de señales. Bastante que la última vez que la vi estaba enchufada a un millón de aparatos y cables y tubos que la mantenían artificialmente con vida en la UVI. Tomé esa decisión pensando que me ayudaría y me equivoqué. Vaya si lo hice. En cierto modo creo que lo hice como defensa, como negación, como no aceptación de su muerte y porque me daba miedo verla muerta. Nunca he visto a una persona muerta y literalmente, aparte de todo lo demás, me cagué de miedo. Y precisamente esa reacción cobarde y esa decisión absurda, aunque tomadas con una intención, me causaron precisamente el efecto contrario. Provocaron todo lo que quería evitar. Siento que no estuve a la altura, que no despedí a mi querida hermana pequeña como se merecía, que no la acompañé a donde quiera que se fuese, que la dejé sola y que no estuve con mi familia en aquel terrible momento en el que dejamos de ser cinco.  A parte que creo hubiera aceptado o elaborado mejor todo el proceso de su ausencia si realmente la hubiera visto muerta. O no, no lo sé ni lo voy a saber nunca, ¿qué hubiera pasado si hubiera hecho algo distinto? Hice lo que hice y cargo con las consecuencias.

Con su marcha y todo esto he aprendido muchas cosas sobre la muerte y el proceso de morir. Y nunca pensé que tendría que afrontarla otra vez tan pronto y así. Sobre todo así. Un aborto no deja de ser la muerte de un bebé, de tu hijo en camino. En mi caso deseadísimo y adorado desde antes de saber que estaba en camino. Mucha gente no ve así los abortos, sobre todo gente a la que no le ha ocurrido, e incluso algunas mujeres a las que sí. Yo misma antes de que me ocurriera no me lo planteaba así. Pero aquí estoy. Llorando por un bebé que ha vivido 9 semanas dentro de mí. A lo que voy con todo esto y con lo de mi hermana, es que de repente uno de esos días de espera y preparación, reviví todo esto y me dije que no quería que esto me volviera a pasar, así que también pensé en qué hacer para despedirme adecuadamente de él. Pensé que como el aborto iba a ser en casa recogeríamos el feto (aunque de nuevo me asustaba la idea de verlo muerto y temía que esa visión me atormentara. Pero estaba decidida a hacerlo y no volver a ser cobarde) y lo guardaríamos para enterrarlo en el precioso lugar donde tiramos las cenizas de mi hermana. Descarté la posibilidad de llevarlo al hospital a analizar porque Charo (Quintana, la ginecóloga) me dijo que no merecía la pena, que no lo analizaban. Y si lo llevábamos al hospital no nos lo iban a devolver. No entiendo porqué, cuando una persona fallece, si les parece oportuno, hacen la autopsia y en ningún momento se cuestiona si le devuelven el cuerpo a su familia y con un feto no hacen lo mismo. «Los restos orgánicos no pueden salir del hospital» nos dijo la gine que me atendió el día del aborto en la residencia.

  Total, este proceso de espera y preparación duró una semana. De viernes a viernes. El miércoles fui a ver a Charo Quintana a su consulta, que me recibió sin hora y me atendió con mucho cariño. Estuvimos hablando un rato. Le pregunté todas las dudas que tenía, que eran muchas. Ella me dijo que no había ningún riesgo en hacer el manejo expectante aunque es verdad que en la residencia no lo ofrecen como posibilidad salvo a demanda de la paciente, como en mi caso. Que el procedimiento normal es utilizar una medicación (Misoprostol) para provocar el aborto y en último caso hacían un legrado si no funcionara la medicación. Sí que me dijo que cuando empezara a expulsarlo que igual era mejor ir al hospital, porque un feto de 9 semanas puede provocar una hemorragia grande. Eso es lo que más me pesó. Me hizo tener más miedo a la hemorragia. Pero aún así yo seguía firme en mi idea de intentar que fuera en casa, aunque dispuesta a ir al hospital en cualquier momento si hacía falta.  Ese día después de la consulta, lloré, pregunté y me desahogué. Después quedé con mi amiga Ana, que trabaja al lado de la consulta de Charo y volví a llorar y a desahogarme. Y después hablé por teléfono con mi amiga Toya y volví a llorar y a desahogarme. Y por primera vez en todos esos días estuve serena y parece que preparada. Y por la tarde empecé a manchar. Era un moco marrón. Como en todos los relatos que había leído. Así que el proceso estaba empezando pero aún podía tardar algún día. Y así fué. Empecé a manchar el miércoles pero la expulsión no fue hasta el viernes.

  Las contracciones empezaron el viernes a las 5.30 de la mañana. Fer tenía un examen de un curso del trabajo en San Sebastián a las 8, pero no se fue. Un cuarto de hora antes de la hora que tenía que marcharse empezaron las contracciones. Menos mal. Las contracciones eran muy llevaderas. Como dolor fuerte de regla pero rítmico. Cada pocos minutos. Y con cada contracción sentía salir un chorro de sangre. Al principio sólo sangre. Luego coágulos también. En todos los relatos que he leído las mujeres pasaban todo el proceso sentadas en el baño. Yo estaba muy incómoda. Me dolía más. El cuerpo me pedía estar hecha un ovillito, encogida. Así que nos fuimos al salón, para no despertar a Martina, a que me tumbara en el sofá, con un montón de compresas y una empapadera y cada diez- quince minutos iba al baño para expulsar todo lo acumulado y limpiarme. Así pasamos unas 4 horas. Yendo y viniendo del salón al baño. En ese mientras desayuné. También me metí en bañera un rato. Con agua calentita. Durante todo este proceso estaba serena, tranquila. Consciente de lo que estaba pasando. Bien. En ningún momento me asusté. Estaba preparada y afrontando bien el proceso de expulsión.

A eso de las 9.30 decidimos que nos íbamos a nuestra casa en Santander. Estábamos en casa de mis padres que ya llevaban rato levantados para ir a trabajar. Llegó La mujer que trabaja en casa de mis padres, la chica que cuidaba a Martina. Vamos que aquello era una romería y a mí no me apetecía que todo el mundo estuviera pendiente de mí. No es como un parto que se puede parar porque no tienes intimidad, no, el proceso seguía su curso ajeno a la montonera de gente que había en casa de mis padres, pero a mí no me apetecía estar rodeada de tanta gente y nos fuimos a Santander. Me hice un «megapañal» con una empapadera y varias compresas. Y nos fuimos. Todo el trayecto estuve impaciente por llegar e incómoda, sintiendo como seguía el proceso, como salían sangre y coágulos y como me manchaba. Llegamos a la intimidad de nuestra casa donde estuve mucho más a gusto y podía estar a mis anchas. Los coágulos eran enormes. Como trozos de hígado. Ese es su aspecto.

Cada vez que me sentaba en el baño ponía la palangana para poder ver lo que iba expulsando. Sangre y coágulos grandes y pequeños. Seguía esperando expulsar el feto. En todos los relatos que había leído en algún momento las mujeres que los escribieron notaron un dolor más fuerte y salir el feto. Yo seguía notando lo mismo. Molestias rítmicas. No noté dolor más intenso ni sentí salir a mi bebé. Y si salió no lo distinguí del resto.

Eran las 11.30, seguía tranquila pero empecé a marearme. Me tomé una coca cola para ver si se me pasaba el mareo pero no se pasaba y cada vez estaba más mareada. Llamé a Luis para consultarle y me dijo que si me mareaba que tenía que ir al hospital, que el mareo podía ser porque llevaba horas perdiendo sangre y que fuéramos, que podía ser una urgencia. Nos fuimos. Llegamos en 10 minutos y nos atendieron en cuanto llegamos. Yo pensaba que iba a llegar como del trayecto de Torrelavega a Santander, digo de manchada, pero no fue así. No había casi manchado las compresas, aunque en ese momento no lo procesé. Llegué muy nerviosa. Estaba preocupada por lo que me iban a decir, pensaba en el feto, en que no me lo iban a dar. Lo primero me hicieron una analítica y una ecografía. Al hacerme la eco la gine me dijo que ya había expulsado el feto. Que en el útero quedaban restos, pero que el feto ya no estaba en el útero. Que me dijera que ya lo había expulsado me tranquilizó porque fue entonces cuando Fernando preguntó y nos dijo lo de no sacar los retos orgánicos del hospital. Me tranquilizó porque no lo manipularían manos extrañas sin ningún cariño ni respeto, ni lo tirarían sin más miramientos. Aunque la otra parte de eso, es que no sé en qué momento salió, es que no lo pude ver, no lo distinguí del resto de los coágulos. De hecho entonces recuerdo uno de los coágulos que me pareció más redondito y como con huecos. Lo miré y toqué pero finalmente no me pareció diferente del resto de coágulos. No sé si mi bebé era aquel coágulo con el que tuve dudas o simplemente salió sin que lo viera. No lo sé. Pero por lo menos no lo expulsé en el hospital y eso me alivió infito. Había que ver cómo la ginecóloga recogía los restos que salian de mi vagina con el ecográgafo y mientras me exploraba y los lanzaba al cubo de la basura sacudiéndose con asco la mano. Que esas manos bruscas e insensibles no fueran a tocar a mí bebé con consoló mucho.

Llegaron los resultados de la analítica. No tenía anemia. De hecho la gine decía que el mareo podía deberse a que cuando se dilata el cuello del útero para expulsar el feto se produce un reflejo vaso- vagal que hace que se produzca el mareo. Con esa información y si hubiera procesado el hecho de que sangraba muchísimo menos, me tenía que haber ido a casa. O por lo menos haberme hecho valer y haber pedido esperar y observar. Eso lo sé ahora. Lo supe ese día por la tarde después del cúmulo de despropósitos que ocurrieron a continuación. Pero en ese momento, no sabía lo que estaba a punto de ocurrir, y confiada hice lo que me mandaron, como uno siempre hace lo que dicen los médicos.

La ginecóloga me dijo que como en el útero quedaban restos (Sherlock Holmes en persona) lo que había que hacer era ponerme una medicación (Misoprostol) en el útero para que acabaran de salir. Y que por si finalmente no los expulsaba me dejaban en observación sin comer ni beber y con una vía puesta por si me tenían que hacer un legrado. Cuando me dijo esto ya me empecé a escamar pensando en toda la información que había leído. El cuerpo puede tardar varios días en expulsar todos los restos. E incluso puede quedar algo que se expulse en con la primera menstruación después del aborto. Pensé, “ya estamos, metiendo prisa”. Pero estaba convencida de que si después de la medicación  llegaba el momento yo les iba a decir que me quedaba con mis restos, gracias. Pero ya estaba perdida. Ya había dado por hecho que me tenían que poner la medicación. Bueno, del todo no porque en este mientras llamé a Luis para consultarle a ver qué le parecía a él. No recuerdo bien lo que hablamos pero no me dijo que no, así que me quedé más tranquila. Y esperé a que vinieran con las dichosas pastillitas. En este mientras, seguía sangrando mucho menos, de hecho se lo dije a Luis y me dijo que eso era muy buena señal. Pero ni por esas procesé el hecho de que probablemente el proceso de expulsión se estaba acabando y de que probablemente no hubiera habido que hacer nada más. El mareo también se me había pasado.

Ahí vuelve la ginecóloga con las pastillas que me mete hasta el alma haciéndome bastante daño y me dice que por lo menos en una hora no me puedo levantar al baño. Y yo idiota de mí la hice caso. Hasta esperé media hora más. Y a la hora y media me levanté al baño. Y no puedo decir cuánta sangre perdí y cuántos coágulos expulsé en ese mismo momento en que me senté en el baño, diría que litros aunque supongo sea una exageración. Pero así lo sentí. De hecho le dije a Fer que se me estaba yendo la vida. Y sin levantarme sentí de repente un mareo tremendo y sólo alcancé a decirle a Fer que me iba. Me quedé inconsciente y Fernando me cogió al vuelo en el baño y me arrastró como pudo a la cama. Tardé varios minutos en despertarme. Rodeada de enfermeras que me movían, me tomaban la tensión, me miraban las pupilas… no sé lo recuerdo muy vagamente. Me sentía fatal. La habitación me daba vueltas, tenía sudores fríos, no podía ni articular palabra, casi ni abrir los ojos. Necesitaba aire. Abrieron la ventana, Fer me abanicaba, tenía ganas de vomitar. Estuve mucho rato muy aturdida, muy mareada. Me costaba pensar, hablar, escuchar, obedecer las ordenes de abrir los ojos y mirar el dedo. Mi cerebro y mi cuerpo no respondían. Estaba como en el limbo, oyendo todo en la lejanía. Sentía una debilidad infinita. No me sentía capaz ni de moverme en la cama. Fer me abanicó mucho rato. Seguía necesitando aire. No conseguía liberarme de la sensación de mareo aún tumbada y con las piernas hacia arriba. Me pusieron suero. Varias bolsas y algo más que no recuerdo. Más tarde cuando estuve menos aturdida yo pensaba, si me tienen aquí en esta postura, en contra de la gravedad, ¿cómo pretenden que salgan los restos del útero? Aunque aún así en esa postura lo que sí seguía saliendo era sangre… Una vez más pensé en el paralelismo de las malas prácticas en la atención al parto, cuando obligan a las parturientas a parir tumbadas boca arriba también en contra de la gravedad. Y en el lenguaje que utilizan. Culpabilizándote. “No has expulsado los restos”, como cuando dicen “tú eres de las que no dilatan…” si dejaran hacer a los cuerpos… pero en ese momento te sientes culpable, y responsabilizas a tu cuerpo de no funcionar bien, cuando en realidad lo único que no funciona bien es lo que hacen allí.

Después del desmayo subió una ginecóloga a verme. Era una diferente a la que llevaba todo el día atendiéndome. Muy joven, muy irrespetuosa (que no digo que sea sinónimo de juventud), como un elefante en una cacharrería. Me tomaron la tensión (8-4) y riñó a las enfermeras por no estar pendientes cuando me desmayé. Me dijo que me harían otra analítica y que si tenía tiempo por la noche pasaría a verme. ¿Por la noche? ¿Si tenía tiempo? ¡Eran las 4 de la tarde! ¿Ya estaban dando por hecho que me quedaría allí a pasar la noche? ¿Y dónde quedaron las horas de observación que me dijeron que sólo me quedaría al principio? ¿Tendría que pasar la noche en el hospital? ¿Y Martina?

Pasamos la tarde en aquella horrible habitación luchando contra la hemorragia, contra el tiempo que pasaba y me alejaba de la posibilidad de salir del hospital esa tarde y poder estar con Martina a la que no había visto desde la noche anterior, contra el mareo, con el malestar y la debilidad de los que no conseguía reponerme, contra la incertidumbre, contra el miedo… Vino una enfermera a hacerme un análisis de sangre. Y al rato subió la ginecóloga, la del principio, con los resultados de la analítica. Tenía anemia. Mucha. Entonces tenían que hacerme una ecografía y ver cómo iban los restos del útero. Dio orden de bajarme al ecógrafo. Trajeron una silla de ruedas para llevarme pero no fui capaz ni de sentarme en la cama. Volví a tener la sensación de que me desmayaba, pero esta vez me tumbaron inmediatamente y no me quedé inconsciente. Otra vez volví a encontrarme muy mal, aunque no tanto como antes. Al rato subió la ginecóloga del principio con un ecógrafo a la habitación y con él la gine que nos hizo la primera ecografía, la de la mala cara y el “no latido”. Sé que ella no tiene la culpa, pero sólo verla me transportó al viernes anterior, a su “mala cara”. Reviví todo el dolor con el que empezó todo. Antes de hacerme la ecografía me dijeron que si seguía habiendo restos en el útero, (lo que yo me temía era más que probable) lo indicado sería hacer un legrado para conseguir parar la hemorragia.

Me puse muy nerviosa. Empezaron a hacerme la eco. Les dije que yo no quería hacerme el legrado, que por favor me dieran buenas noticias. Pero no me las dieron. Quedaban restos. Me dijeron que en condiciones normales (sin la anemia severa que tenía) no haría falta hacer el legrado y dejarían que mi cuerpo acabara de expulsar los restos que quedaban, ¿Por qué no me dieron esa opción desde el principio? Pero tenía mucha anemia. Hemoglobina 7.2. En la analítica del ingreso tenía 12.6. Con 7 de hemoglobina me dijeron que te trasfunden. Me decían que lo que necesario era parar la hemorragia. Mientras hubiera restos en el útero éste no se contraería y no pararía la hemorragia y que no se podía saber cuánta sangre más iba a perder, pero mi cuerpo no se podía permitir perder ni una gota más. Le pregunte que si la hemorragia y la anemia se hubieran podido evitar si no me hubieran puesto la medicación. Su respuesta fue que toda la sangre que había perdido la hubiera perdido igual, que eran restos que estaban en el útero y tenían que salir. Sí, pero no en una hora como ocurrió. Distribuída en días o semanas no le hubieran supuesto lo mismo a mi organismo. A partir de ese momento me dí cuenta de que la probabilidad de que mi hicieran el temido legrado era muy grande y les pregunté exactamente en qué consistía. Me dijeron que me pondrían anestesia general y en el quirófano ellas dos sacarían con una legra los restos que quedaban dentro. Pregunté que si no había posibilidad de posponerlo un poco, de ir viendo cómo evolucionaba la hemorragia y en función de eso decidir. Me dijeron que no. Que obviamente no me iban a hacer el legrado en contra de mi voluntad, que tenía que leer y firmar un consentimiento, pero que desde luego era lo que estaba indicado con la anemia que tenía y que había que tomar una decisión ya, que posponer el legrado igual significaba en dos horas tener que hacerlo de urgencia por la cantidad de sangre perdida y “comprometerme” (esa fue su palabra para amenazarme con mi salud, aunque puede que en ese momento la amenaza fuera real).

Me hundí. Me puse a llorar. Me sobrepasó el miedo. Anestesia, quirófano. Me trasladé a México, me acordé de mi hermana. Todo iba bien hasta que dejó de ir y se murió después de un cúmulo de despropósitos y complicaciones. Me daba miedo morirme, me daba miedo no volver a ver a Martina, no verla crecer, Fernando… tantas cosas se agolparon en mi cabeza, tanta angustia que no puedo describir. Las médicos que seguían en la habitación nos dijeron que lo habláramos y que lo pensáramos. Que en un ratito volvían a ver qué habíamos decidido y nos dejaron el consentimiento para que lo leyéramos y si decidíamos que sí lo firmara. Creo que estaban incómodas de verme llorar así. A modo de justificación les dije que todo estaba siendo tan distinto de cómo esperaba… Para empezar deseaba no haber tenido el aborto. Y después de la dura semana de espera, del día que llevaba, entré en el hospital para pasar unas horas en observación y después la hemorragia y… ahora me planteaba la posibilidad de morirme. Sé que suena exagerado y la última frase sólo la pensé, no me atreví a decirla en alto porque me daba vergüenza, pero en aquel momento mi angustia era tan desmesurada que realmente pensaba que la posibilidad de que surgiera otra complicación y acabara mal era real. El miedo es irracional. Me daba cuenta de que mi reacción estaba siendo desmedida. Racionalmente tenía que tratar de pensar que se hacen miles de legrados todos los días y no suele haber complicaciones. Trataba de pensar en las mujeres que conozco que han pasado por uno. Trataba de ser optimista y no ponerme en lo peor. Pero no podía. Llevo más de un año intentando pensar que las cosas van a ir bien, intentando y queriendo confiar pero no ha sido así. Angélica murió, la historia con Momo se complicó, Emilia vive a 700 km, tuvimos el accidente de coche, los problemas en el trabajo, Fernando viviendo 1 año lejos de casa, el aborto… En ese momento no era capaz de confiar. Realmente temía por mi vida. Leer el consentimiento no me ayudó. Saber complicaciones que ni si quiera me había planteado que podían surgir. Y sé que son improbables y se curan en salud al redactarlos, pero ¿y si yo era del mínimo porcentaje en el que ocurría como a mi hermana con su cáncer raro?

Llamé una vez a Luis a ver qué le parecía a él. Yo no era objetiva y no sabía si realmente estaba indicado hacer el legrado o no. “Pues no sé qué decirte”. Me dijo que en mi caso el legrado sería sencillo porque la mayoría ya lo había expulsado y que era preferible que me hicieran un legrado a que me hicieran una trasfusión. Yo no hacía más que pensar que todo se podía haber evitado, que no tenían que haberme puesto la medicación, que no me tenía que haber dejado, pero eso no daba respuesta a mi pregunta. En ese momento finalmente me dejé guiar por lo que me dijeron las médicos. Tenía anemia severa y había que parar ya la hemorragia. Así que con muchas dudas decidimos que me harían el legrado. La decisión ya estaba tomada, firmé el consentimiento. Y seguí llorando. No podía parar. No podía dejar de tener miedo. No podía dejar de pensar que por primera vez desde que nació Martina no tendría su teta y su mamá para dormir. Llamé a mi casa para preguntar por Martina y contarles, y en cierto modo para despedirme por si acaso. Hablé con mis padres y con mi hermana que había venido de Madrid. Le pedí a mi padre que viniera cuanto antes para acompañar a Fernando mientras yo estaba en el quirófano. No podía soportar la idea de imaginarlo sólo y angustiado esperando. Y enseguida vinieron a buscarme. Me bajaron en la cama. Dejaron a Fernando acompañarme hasta la puerta del quirófano. Salió el anestesista a hablar con nosotros y explicarnos. Fue con mucho la persona más humana y amable con la que tratamos en toda la estancia en el hospital. A parte de todo el tema “técnico” me dijo que era un procedimiento muy sencillo que hacían muchas veces al día sin ninguna complicación pero que entendía que tuviera miedo y que si servía de algo él iba a estar muy pendiente e iba a cuidar muy bien de mí. Y nos dejó para que me despidiera de Fer. Y fue entonces cuando él se derrumbó y se puso a llorar y yo intenté consolarle diciéndole y diciéndome que confiáramos en que todo iba a ir bien. Me metieron en un cuarto que hay justo en la puerta del quirófano donde me tuvieron sola más de 10 minutos porque no encontraban el consentimiento informado firmado que tenía Fernando.

A las 8 de la tarde me metieron en el quirófano. Era una habitación muy grande, oscura, con la camilla y los focos en medio. Hacía mucho frío. Me desnudaron y pusieron encima del potro obstétrico y me taparon con una sábana. Llegó el anestesista y me sonrió mientras manipulaba algo en la vía y no me acuerdo de nada más hasta que me desperté. Lo hice en la sala de reanimación. Con una enfermera hablándome. Lloré de alivio por no haberme muerto. Pregunté por Fernando que estaba esperando al otro lado de la puerta. Le dejaron pasar y me dio un beso y me cogió la mano. Me dijo que la intervención había durado muy poco y que habían salido enseguida las gines a hablar con él para decirle que todo había ido bien y que tardaría un rato en despertarme de la anestesia. Estuvimos allí un ratito hablando y me subieron a la habitación. Estaba mi padre. Llamamos a casa para preguntar por Martina y decir que todo había ido bien. Serían como las 9.30.

No me dieron ni de beber ni de cenar por la anestesia hasta las 11.30. Me levanté al baño. Ya no me mareaba y casi no manchaba. Me encontraba mucho mejor. Y nos preparamos para pasar la noche. Y allí la pasamos, los juntos en esa minúscula cama. No me dieron el alta hasta medio día del día siguiente. Fue una mañana mala de la que prefiero no acordarme. No me dejaban irme hasta que no pasara el ginecólogo a verme. Incluso pregunté por el alta voluntaria. “¿Cómo te vas a ir sin que te vea el médico?” me dijo la misma enfermera que a las tres horas me trajo el alta sin que pasara el ginecólogo a verme muerta de vergüenza… Un cúmulo de situaciones incómodas (como hacerme otro análisis de sangre más- el día anterior me habían hecho 3 y no podían haberlo mirado- para ver el grupo sanguíneo que yo les decía que era 0+, que soy donante y lo sabía bien; romperme la vena al hacerme esa análisis innecesrio, no darme de desayunar (cuando la noche anterior me habían dado de cenar) hasta que no descubrieron que la indicación de dieta en mi caso estaba mal puesta, no quitarme la vía hasta que no salí aunque ya no tenía prescrita ninguna medicación por la vía ni ningún suero más, darme el alta sin la indicación de la medicación para la anemia y sin la receta, no querer darme una copia de los resultados de la analítica…) que me incomodaron más porque yo lo único que quería era irme a mi casa a estar con Martina, salir de aquella horrible habitación y empezar a recuperarme de esa dura experiencia. Y encima cuando me marcho y le digo a la enfermera haciendo un ejercicio de contención y educación para no decirle lo que realmente pienso, que me parece que han hecho muchas cosas que podían haber evitado me contesta: “Es que estás pasando un mal momento” como diciéndome que soy una exagerada y estoy muy susceptible. La hubiera gritado, tenía muchos motivos para contestarle mal, darle argumentos para demostrar su incompetencia en algunas de las situaciones vividas y su falta de tacto en otras, porque efectivamente estaba pasando un mal momento pero no tenía fuerzas ni ánimos para contestarle lo que se merecía y lo único que alcancé a contestarle fue que sí, que estaba pasando un mal momento, pero que ellos lo habían hecho mucho más difícil.

Nos fuimos a casa. A ver a Martina, a llenarla de besos y recuperar las horas perdidas. Y a empezar mi recuperación. Los primeros días fueron físicamente muy duros. Me encontraba muy mal, muy débil. Me mareaba el simple hecho de levantarme. Tenía jaquecas, a ratos incluso me molestaba la luz. Tenía la tensión por los suelos. Poco a poco me he ido recuperando y me voy encontrando mejor física y anímicamente.

Aún falta una cosa. Otra parte, muy importante para mí, para mi futura salud mental. Nuestra despedida. Casi tres semanas después, más recuperada de la anemia y más serena la hicimos. No pude guardar el feto pero sí una parte de lo que estuvo con él. Ya en el hospital y sabiendo que no iba a poder hacer la despedida que había planeado (enterrar el feto), decidí guardar uno de los coágulos para hacer nuestra simbólica despedida. Lo guardé en el hospital y cuando llegué a casa lo congelé. Tenía que poder cerrar el ciclo. Y así lo hicimos. Fuimos a Tagle, al alto donde está el muro. El torreón de San Telmo, así se llama. Ese es un lugar muy especial para mí. Yo siempre decía que era uno de mis lugares favoritos del mundo. Quizá por su belleza, quizá por ser naturaleza en estado puro, quizá por los dulces recuerdos de la infancia (interminables tardes de playa con mis hermanas en Ubiarco -al otro lado del muro-). Quizá por todo junto. Y sobre todo porque era el lugar donde iba mi hermana Angélica a perderse del mundo, el lugar donde iba a encontrarse cuando se sentía mal, donde disfrutaba admirando la generosa naturaleza, su verde, su mar, donde paseaba con su querida perra Jai y el lugar donde esparcimos sus cenizas. Y allí, bajo la ventana que hay en el muro Fer hizo un pequeño hoyo donde enterramos esa pequeña parte de mí y de nuestro pequeño y encima plantamos un rosal blanco. Allí se quedó nuestro bebito, con su tía Angélica, que lo hubiera adorado. Y aunque lloré mucho y estaba infinitamente triste, me sentí muy bien.