Hace unos meses nació sin vida mi hijo a las 39 semanas de gestación.
Todo iba bien, pero un día, al acostarme no noté sus movimientos. Era su momento favorito para hacerme saber que estaba ahí y que estaba bien. Pensé que estaría dormido, porque era imposible que algo le pudiera pasar a esas alturas del embarazo. ¡Qué inocencia!.
Pasé mala noche, despertándome varias veces anhelando sentir la patadita que se negaba a llegar. Por la mañana seguía sin notar sus movimientos, así que decidimos ir a urgencias, con el total convencimiento de que nos dirían que todo estaba bien y podríamos irnos a casa más tranquilos. ¡Qué inocencia!.
Me pasaron con la matrona que intentó escuchar su corazón sin éxito. Una sombra de miedo se cruzó por mi mente, pero la deseché rápidamente. Tal vez el aparato no funcionase bien, porque a mi bebé no le podía haber pasado nada. ¡Qué inocencia!.
La ginecóloga comenzó a hacerme una ecografía, estaba tardando bastante, pero fueron sus palabras las que me hicieron entender lo que hasta entonces no había querido ver. Me preguntó : “¿Has venido sola? ” Y no hizo falta decir nada más. Fui consciente por primera vez de que mi hijo había muerto. Mi mundo se derrumbó y mi inocencia se esfumó para siempre, dando paso a un sentimiento de culpabilidad que todavía hoy me persigue. “Tenía que haber venido antes” “Seguro que lo podía haber evitado” “Mi misión era protegerle y no he sido capaz de hacerlo”.