El viaje del bebé que nació y murió en una patera

Las Palmas de Gran Canaria

El teléfono de Owusi, un chófer y comerciante ghanés de 30 años, sonó el sábado 4 de enero a la hora de comer. “Un hombre árabe me dijo: ‘El barco está listo, sale esta noche. Prepárate”. Owusi, el nombre ficticio que ha elegido para presentarse, llevaba un mes esperando ese aviso. Esa tarde hubo varias llamadas parecidas. De madrugada un grupo de mujeres, hombres y niños se reunió en una playa frente a una barca neumática gris, unas cuantas latas de conserva y unos boles para vomitar. Muchos se enfrentaban al mar por primera vez sin saber nadar.

Este viaje comenzó en Marruecos, en una playa de la desértica localidad de Tan-Tan. En la oscuridad, Owusi distinguía la sombra de 41 personas, entre ellas 15 mujeres, tres de ellas embarazadas, y 19 niños y adolescentes. El organizador del trayecto les dijo que alcanzarían su destino, España, en apenas siete horas. Pero esta patera, con un motor de poca potencia, un compás roto y sin combustible suficiente, tardó casi cuatro días en llegar. Por el camino una mujer se puso de parto y su hijo falleció; y, ya en tierra, otra de las pasajeras sufrió un aborto. Dos semanas después de su llegada a Lanzarote y alojados ya en distintos centros de acogida de Gran Canaria, cinco de los supervivientes reconstruyen el peor viaje de sus vidas.

 

Media hora antes de salir, apareció corriendo el guineano Mohammed Kouyate, de 20 años, el pasajero número 43. Nadie lo esperaba, pero alguien le dio el chivatazo. Iba vestido con un chaleco salvavidas que él mismo había fabricado con la cámara de aire de un neumático. Con dos latas de sardinas y un mendrugo de pan en el bolsillo, se metió en el mar y empezó a empujar el bote. “Era mi oportunidad. Llevaba cinco años preparándome”, recuerda. Cuando el agua le llegaba por la cintura trepó hasta el costado de la barca y se sentó con las piernas hacia dentro y la espalda hacia el océano. Así pasó, inmóvil, las siguientes 80 horas. «No pagué y querían volver para dejarme en la orilla, pero como había muchas olas, no pudieron», relata el joven.

Barcos como este parten con cada vez más frecuencia de la costa atlántica marroquí, pero también de las playas de Mauritania, Senegal y Gambia. Los flujos migratorios han empezado a cambiar de ruta en 2019 y ahora Canarias —como sucedió en 2006 con la crisis de los cayucos— vuelve a ser el destino de cientos de migrantes que huyen del hambre, del desempleo y de los conflictos de sus países. Su intención era cruzar el Estrecho, pero el mayor control de la policía marroquí ha complicado y encarecido esa ruta. Y las mafias han abierto otra. Más barata. Más peligrosa. Los ocupantes de este bote pagaron antes de embarcarse entre 100 y 500 euros, bastante menos de lo que les costaría un viaje más corto y vigilado por el norte. Desde 2019, 172 personas han fallecido haciendo este viaje.

La primera ola mojó la poca comida que había en la barca y las latas de Kouyate no pasaron del primer día de viaje. A la hora del almuerzo abrió la primera y un montón de manos se abalanzaron sobre las sardinas. Ya de noche abrió la segunda y tampoco consiguió probar más de un bocado. El agua también se terminó el primer día. “Empecé a beber agua del mar. Mi garganta estaba seca, ni siquiera podía escupir saliva”, recuerda Kouyate.

Tras dos días de travesía, el martes por la mañana se paró el motor. No había más combustible. Comenzaron a remar con las manos. «Estábamos perdidos. Las olas nos iban a hundir. Pero si llegábamos a España, íbamos a olvidar todo este sufrimiento», describe Keita Ibrahim, un joven de 22 años de Costa de Marfil que, tras perder a sus padres, vio en aquella barca un futuro para él y sus hermanas. “Si no tienes medios para hacerte con un visado y coger un vuelo a París, no tienes elección. La pobreza me llevó a hacer esto”, sentencia Ibrahim

Las olas sacudían el barco y los náufragos encomendaron sus vidas a Dios. “Nos entregamos a la muerte mis hijos y yo. De no haber sido por Dios, habríamos muerto”, recuerda Monique, una marfileña de 39 años que viajaba junto a su hija de siete y su hijo de 15. La mujer, que no quiere revelar su verdadero nombre, huyó de su país para evitar que, como le había ocurrido a ella, mutilasen el clítoris a la niña.

La noche del martes, ya con el bote a la deriva, la pasaron descompuestos: mareados por el vaivén y enfermos por beber agua salada. “No puedes vomitar dentro del barco, lo haces en el bol y como no puedes moverte se lo das a los que están en el lateral para que lo tiren al mar”, describe Owusi en el centro de acogida de Moya, un pueblo montaña arriba a casi 30 kilómetros de Las Palmas.

“Vamos a morir”, le aseguró Kouyate al chico que viajaba junto a él. “No sabíamos dónde estábamos. Teníamos hambre, los niños lloraban, las mujeres lloraban. Nadie tenía esperanzas”, recuerda el joven.

El ruido de las olas y el viento se mezclaba con los gritos de una de las embarazadas, sentada cerca de la proa. “¡Me quiero morir!”, “¡Dios, ayúdame!”, gritaba la mujer. Nadie se imaginó que estaba de parto. La sangre manchaba el suelo de la embarcación.

Solo una de los otros 42 ocupantes, otra embarazada de siete meses que viajaba con una niña de ocho años, ayudó a esa mujer a dar a luz. «Yo vigilaba a mi hija por si nos teníamos que salvar. Las mujeres embarazadas estaban al otro lado del barco», explica la marfileña Monique. Los hombres apenas miraron. Les violentaba ver a la mujer con las piernas abiertas. “Recuerdo el ruido y los gritos. Me daba mucha pena, pero no podía hacer nada, no soy médico. Estaba preocupado porque creía que me iba a morir”, se justifica el joven Kouyate, que temía que la sangre atrajese a tiburones.

La improvisada matrona logró sacar al bebé horas después. “La mujer le hizo el boca a boca, lo limpió, le cortó el cordón umbilical, lo arropó y luego recogió toda la sangre que había en el barco con el bol. Esa mujer lo hizo todo”, describe impresionado Owusi. «Cuando dio a luz, no escuché al niño llorar. El niño no lloró», asegura Monique. En estado de shock, la madre se recostó desfallecida. Todos dieron por sentado que el bebé estaba muerto. Ella no. Tardó días en comprender lo que había pasado.

Hacía más de dos días que un barco y un avión de Salvamento Marítimo los buscaban. Los familiares de algunos de los 43 pasajeros habían llamado preocupados a la ONG Caminando Fronteras la misma noche del domingo, pero nadie tenía sus coordenadas. Por fin, llegó un mensaje a uno de los pocos móviles que quedaba con batería. “Bienvenido a España”, decía la compañía telefónica.

Uno de ellos, nadie recuerda quién, contactó con el 112, que localizó su posición. Los encontraron hambrientos, entumecidos y aterrorizados. El patrón de la Salvamar Altair puso rumbo a Lanzarote mientras intentaba reanimar al bebé con las instrucciones que recibía desde el teléfono de emergencias. “El patrón se sentía impotente por no poder hacer más”, recuerda Roberto Basterreche, jefe del Centro de Salvamento Marítimo en Las Palmas.

Ya en la cama de un hospital de Lanzarote, pocas horas después de desembarcar, otra de las embarazadas, Mariama, de Costa de Marfil, sufría un aborto. En la misma habitación, pero dos días después, cuando la noticia ya había corrido por todos los telediarios, la otra madre se enteró de que su niño no había sobrevivido. Aún se ve incapaz de contar su historia, asegura en los alrededores del centro que acoge a las supervivientes en Las Palmas. Su principal apoyo es ahora aquella mujer que la ayudó a dar a luz.

Mariama sí habla, pero muy poco y pide que se oculte su nombre y su rostro. Aún camina y se sienta encorvada y no despega los ojos de su teléfono móvil. Muestra la imagen de quién era ella antes del viaje: una mujer maquillada y con extensiones que levantaba la barbilla al hacerse fotos. Ahora va con capucha y apenas se parece a la chica de la foto. “El barco acabó conmigo”, lamenta. «Todavía tengo secuelas en la cabeza. Cuando me acuesto, pienso y sueño con todo lo que he vivido en el mar», dice la mujer en la cafetería de Las Palmas donde todos los días busca unas horas de wifi gratis. «Hay demasiados riesgos. Si pudiese, no lo volvería a hacer nunca».

El pasado sábado se celebró en Lanzarote el entierro del pequeño nacido en el mar. Lo despidieron funcionarios, tres mujeres que habían acompañado a la mujer en el hospital y miembros de la comunidad africana. Su madre, devastada en otra isla a más de 200 kilómetros, no pudo asistir.

Fuente: https://elpais.com/politica/2020/02/01/actualidad/1580561759_101028.html